Ilustración :Angela Carrasco

martes, 15 de diciembre de 2009

La estupidez


Sigo pensando que el aburrimiento es ingrediente fundamental de las desventuras históricas, pero ahora le voy dando también cada vez más importancia a la estupidez. Debo esta nueva perspectiva a la lectura de un irónico historiador italiano, Carlo Cipolla, según la expone en su libro —recomendable con fervor— Allegro ma non troppo (la traducción castellana lleva el mismo título). Dice allí el profesor italiano que los evidentes y numerosos males que nos aquejan tienen por causa la actividad incesante del clan formado por los máximos conspiradores espontáneos contra la felicidad humana: a saber, los estúpidos. No hay que confundir a los estúpidos con los tontos, con las personas de pocas luces intelectuales: pueden también ser estúpidos, pero su escasa brillantez les quita la mayor parte del peligro. En cambio lo verdaderamente alarmante es que un premio Nobel o un destacado ingeniero pueden ser estúpidos hasta el tuétano a pesar de su competencia profesional. La estupidez es una categoría moral no una calificación intelectual: se refiere por tanto a las condiciones de la acción humana.

Partamos de la base de que toda acción humana tiene como objetivo conseguir algo ventajoso para el agente que la realiza. Según Cipolla, pueden establecerse cuatro categorías morales: primero están los buenos (o, si se prefiere, los sabios, los únicos que pueden aspirar a tan alta cualificación) cuyas acciones logran ventajas para sí mismos y también para los demás; después vienen los incautos, que pretenden obtener ventajas para sí mismos pero en realidad lo que hacen es proporcionárselas a los otros; más abajo quedan los malos, que obtienen beneficios a costa del daño de otros; y por último están los estúpidos que, pretendan ser: buenos o malos, lo único que consiguen a fin de cuentas es perjuicios tanto para ellos como para los demás. La opinión de Cipolla es que hay muchos más estúpidos que buenos, malos o incautos. Y que son encima más peligrosos: primero, porque no consiguen nada bueno ni siquiera para sí mismos y luego por aquello que dijo hace ya tanto el sutil Anatole France: el estúpido es peor que el malo, porque el malo descansa de vez en cuando pero el estúpido jamás. Aún peor, porque lo característico del estúpido es la pasión de intervenir, de reparar, de corregir, de ayudar a quien no pide ayuda, de curar a quien disfruta con lo que el estúpido considera "enfermedad", etc. Cuanto menos logra arreglar su vida, más empeño pone en enmendar la de los demás. Lenin dijo que el comunismo eran los soviets más la electricidad; aquí podríamos establecer que la estupidez es la condición de imbécil sumada a la pasión por la actividad (....)

A la pregunta "¿por qué los estúpidos se vuelven a menudo maliciosos?", responde así Nietzsche; uno de los grandes estudiosos del tema: "A las objeciones del adversario frente a las cuales se siente demasiado débil nuestra cabeza, responde nuestro corazón haciendo aparecer sospechosos los motivos de las objeciones." Cuando falla nuestra argumentación o nuestra comprensión, recurrimos al proceso de intenciones y de ahí al proceso tout court si tenemos vara alta con los poderes gubernamentales. Por eso toda vigilancia es poca y cada cual debe hacerse chequeos periódicos a sí mismo para descubrir a tiempo la incubación de la estupidez. Los síntomas más frecuentes: espíritu de seriedad, sentirse poseído por una alta misión, miedo a los otros acompañado de loco afán de gustar a todos, impaciencia ante la realidad (cuyas deficiencias son vistas como ofensas personales o parte de una conspiración contra nosotros), mayor respeto a los títulos académicos que a la sensatez o fuerza racional de los argumentos expuestos, olvido de los límites (de la acción, de la razón, de la discusión) y tendencia al vértigo intoxicador, etcétera.
Extracto del libro Diccionario filosófico escrito en 1999 por Fernando Savater.

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